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Durante
este tiempo de transición hemos sido inundados con un flujo incontenible de
información canalizada, que nos ha permitido la comprensión de muchos aspectos espirituales,
desde la visión de un panorama más amplio. Sobre la relación con Dios, por
ejemplo, yo aprendí que no es algo estático, sino que evoluciona por etapas, en
la medida en que el hombre va expandiendo su conciencia y adquiriendo madurez.
La conexión con
Al
comienzo, un espíritu recién encarnado toma la forma de un hombre primitivo. En
este estado inicial usa la mente en forma concreta, y vive en el presente solo
en función de su supervivencia. No tiene conciencia individual de sí mismo, ni
cuestionamientos más allá de sus intereses cotidianos.
A lo
largo de varias encarnaciones, el individuo va adquiriendo la capacidad del
pensamiento abstracto, y es entonces cuando comienza a hacerse las grandes
preguntas: ¿De donde vengo? ¿Hacia donde voy? ¿Cuál es el significado de la
vida? Ese hombre observa la naturaleza y las leyes que la gobiernan, y de allí
surge su interés por descubrir al Creador. Ese es el primer paso conciente,
para dar inicio a una relación con Dios.
Sin
embargo, en esta temprana etapa evolutiva, el ser humano todavía es inmaduro,
tanto emocional, como espiritualmente. Como no consigue separar el poder de la
crueldad, construye la figura de Dios como juez despiadado, haciendo, de la
imagen del Todopoderoso, una proyección de sí mismo y de sus miedos. Por ello
su relación con el Creador, basada en el temor, necesitará de sacrificios para
aplacar su ira, y de rituales para halagarlo y pedirle perdón. Todavía el
desarrollo del hombre está en su infancia, así que en esta etapa ningún ser
humano está listo para asumir responsabilidades. Debido a ello ve en Dios a una
autoridad que piensa por él, decide por él, y con su poder le alivia de sus
cargas humanas.
Durante
varias encarnaciones los conflictos no resueltos crecen, y van plagando el
inconsciente del hombre. La relación con Dios se hace cada vez más falsa,
porque parte del miedo, las necesidades personales, y los deseos insatisfechos.
Mientras esta distorsión continúe, cada vez habrá menos de verdad y más de
superstición en las creencias, y el concepto de Dios se guardará cristalizado
en forma de dogmas.
En
algún punto de la evolución ocurre una reacción negativa a la vivencia
anterior. Entonces el ser humano se dirige hacia el otro extremo y se convierte
en “ateo”. Sorprendentemente el ateísmo constituye un avance espiritual, porque
significa un punto de transición, que es muy necesario para el desarrollo de
una auténtica relación con Dios. Durante esta etapa se cultivan algunas
facultades que son de importancia primordial: ocurre la liberación de toda
expectativa de absolución, premio, o castigo y el individuo comienza a asumir
la responsabilidad de su propia vida. También se supera el esquema anterior,
dominado por los dogmas y el miedo.
Pero no
es posible mantenerse siendo ateo por mucho tiempo. Tarde o temprano se llega a
un punto en el que la mente comienza a cuestionar la propia motivación, y el
individuo dirige su atención hacia el interior de sí mismo. Si prosigue por
este camino, liberará niveles cada vez más profundos de su psique. Observará
sus propias imperfecciones, lo que le conduce a superarlas y a comprender por qué
existen. Así descubre la correcta actitud hacia sí mismo.
Cuando
se forma el hábito de observar los propios pensamientos, sentimientos, palabras
y emociones se llega al desarrollo de la “conciencia de ser”, que es la actitud
apropiada para sentir a Dios dentro de si, porque Dios simplemente “Es”. Al
comienzo la experiencia mística se da ocasionalmente y en forma fugaz, pero
poco a poco
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